martes, 26 de julio de 2011

LA GUERRA DE LOS VIRACOCHAS

LA RESISTENCIA INCA FRENTE A LOS ESPAÑOLES

Durante mucho tiempo, una historiografía falsaria de España y Latinoamérica difundió la especie falsa y absurda de que tras la captura y muerte del inca Atahualpa en 1533 se consumó la caída del Imperio de los Incas. Un historiador peruano, Juan José Vega, desde la década de 1960 desmontó ese abominable mito de manera documentada, demostrando que la resistencia inca se prolongó por muchos años más, y fue mucho más intensa de lo que hasta entonces se creía; que si desgraciadamente triunfaron finalmente los españoles, fue debido al apoyo que estos recibieron de muchas etnias que estaban bajo la dominación de los incas, como los Chachapoyas, Huancas y Cañaris, que sumaban cientos de miles. Lamentablemente, España y el resto de Latinoamérica está plagada de ignorantes que naturalmente desconocen estos hechos y crean estereotipos como la del peruano indolente que se dejó pisotear fácilmente por el conquistador hispano. La historia dice todo lo contrario, que al español le costó un enorme esfuerzo concretar su ambición de conquistar lo que en su momento fue el único Imperio al sur de la línea ecuatorial; miles de conquistadores hispanos que sucumbieron a lo largo y ancho de ese imperio y cuyos cráneos fueron convertidos en recipientes para libar chicha y sus pieles en forro de tambores así lo prueban fehacientemente.

Volvamos al punto. Hasta la década de 1960, la caída del Imperio de los incas se explicaba tradicionalmente atendiendo a varias causas, como por ejemplo el factor sorpresa empleado por los españoles, la presencia de animales desconocidos como los caballos y la división reinante entre los hermanos Huáscar y Atahualpa al momento de producirse la invasión española.

La tesis de la colaboración india recibida por los invasores españoles como causa primordial de la fácil derrota del Incario fue formulada por primera vez de modo concreto por Juan José Vega (1963). Por su parte, Waldemar Espinoza Soriano (1973) ofreció nuevas luces sobre el tema, estudiando el caso particular del colaboracionismo prestado a los españoles por los huancas, así también como el de la nación chachapoyana, que había ocupado su atención desde que era estudiante (1967).

La tesis de la colaboración india como causa principal del desmoronamiento del Incario se engrana perfectamente con el propugnado sobre la guerra fratricida entre Huáscar y Atahualpa. Fueron en el fondo estas rencillas las que llevaron a lo que Juan José Vega con lucidez describe en la siguiente frase: “La conquista europea tomó forma de insurrecciones regionales contra el Inca”. Por cierto que de acuerdo a esta posición la conquista no terminó con la muerte del Inca en Cajamarca, sino que recién marcó el inicio de la lucha entre hispanos y andinos, siendo el adalid de la resistencia andina el inca Manco.

A continuación, un artículo de Juan José Vega donde concisamente explica su tesis (introducción al libro LA GUERRA DE LOS VIRACOCHAS, Lima, Populibros Peruanos, 1963).


Juan José Vega



Un Inca a caballo, imagen representativa de la guerra de reconquista inca.



LA GUERRA DE LOS VIRACOCHAS
(Visión Autóctona de la Conquista del Perú)



Por: JUAN JOSÉ VEGA

Ordinariamente se ha estimado que la Conquista del Perú acabó con la ejecución de Atao Huallpa; y así se enseña todavía. Pero no existe afirmación más falsa. Cuando el Inca fue agarrotado en Cajamarca, las guerras de los conquistadores contra los caudillos indígenas no se habían iniciado aún.

En efecto, fue sólo con el anuncio de su ejecución de aquel monarca indígena que sus generales, muerto ya su señor —liberados por tanto de toda promesa de pasividad—, empezaron las campañas militares contra los cristianos. Se iniciaron entonces las cruentas guerras de la Conquista del Perú; luchas en las cuales el español tuvo siempre a su lado a decenas de miles de indios aliados. Fue aquel un prolongado proceso heroico de cien batallas hasta hoy ignoradas por nosotros. Gloriosa resistencia que nos enorgullece con varías triunfos incaicos sobre las armas hispánicas. Épicas campañas en las cuales se formó un audaz pelotón de caballería peruana; y una elemental arcabucería incaica. Larga lucha que sólo habría de cerrarse con el asesinato de Manco Inca en las montañas de Vilcabamba la Vieja.

Por estas ideas nuestro libro constituye el primer intento peruano de escribir la historia de la conquista del Perú en forma integral. Pero posee, además, otra característica, que señalamos con interés. La de presentar también la “visión de los vencidos” y no sólo la de los vencedores. Al igual que un cronista del siglo XVI podemos afirmar nosotros que hemos trabajado esta obra “prosiguiendo la descendencia de los Reyes Incas de este reyno, y lo a ellos perteneciente, sin tratar despacio las cosas de los españoles, que por otros han sido ya tratadas”. De ahí que tanto resaltemos las victorias cuzqueñas sobre las mesnadas castellanas.

Tales afirmaciones no pueden extrañar. La Conquista Española fue, en realidad, el fruto de varias guerras; y se logró en un dilatado ciclo, muy sangriento, durante el cual brilló el valor de un pueblo que se resistía a la dominación extranjera. Etapa aquella en la que, asimismo, resaltó la astucia por encima de las virtudes del soldado. Los conquistadores, en efecto, si bien empezaron utilizando a miles de indios nicaraguas, guatemalas y panamás, así como a gran cantidad de negros africanos, pronto supieron, astutamente, obtener un apoyo mucho más efectivo. Engañando a numerosos caciques peruanos, apareciendo como dioses, y ofreciendo autonomía y privilegios, así como corrompiendo a jefezuelos locales, consiguieron la adhesión de numerosos régulos indígenas. Creemos que a la osada voluntad de aventura, sumaron siempre los castellanos la treta y la trampa. Cosas corrientes en aquellos tiempos y que el Occidente por igual aplicó, en todas partes, durante la conquista del mundo.

Aquí en el Tahuantinsuyo los españoles, dotados de cerca de medio siglo de experiencia en la sujeción de América, emplearon, con gran éxito, una antiquísima máxima: dividir para vencer. Lanzando a unos indios contra otros fueron destruyendo, en cruentas batallas, a los dos fuertes núcleos incaicos: Cuzco y Quito. Pero los cristianos no sólo azuzaron los odios mortales que dividían a las aristocracias Hanan y Hurin de estas dos metrópolis. Simultáneamente favorecieron el alzamiento de poderosos curacazgos integrantes del Imperio de los Incas.

Cuzco y Quito, así, no sólo se combatieron ferozmente con trágica e implacable saña, mientras los españoles se fortalecían en el Perú. Libraron también guerras intestinas. Cuzqueños y quiteñistas hubieron de soportar dentro de sus respectivas áreas de influencia, una insurrección de curacas súbditos en varias de las más importantes comarcas del Tahuantinsuyo. Estos caudillos indígenas locales, con su ciega rebeldía, fueron instrumentos inconscientes de los cristianos en la lucha hispánica contra los principales centros incaicos.

Esta fragmentación interna fue aun más notoria cuando la gran sublevación de Manco Inca. Con tantas discordias se careció de elementos esenciales para la consecución del triunfo: simultaneidad en los pronunciamientos sincronización entre los dirigentes; unidad en la estrategia. Fue funesto a los rebeldes que, a causa de rencillas aristocráticas y de odios dinásticos, jamás lograse Manco unir a todas las fuerzas nativas; las que, juntas habrían resultado imbatibles. La sublevación carecía de mando único y, con frecuencia, los peninsulares utilizaron hábilmente a su favor estas escisiones y, atizándolas, lanzaron a unos indios contra otros.

Sucedió así que hubo varias rebeliones en lugar de una maciza. Cada señorío procedió por su cuenta, levantándose a destiempo y acatando a sus caciques, quienes no siempre mantuvieron fidelidad a las exigencias populares. Distintos régulos por rivalidad con los Incas, no prestaron suficiente respaldo al movimiento central cuzqueño. Asimismo, ciertos Curacas engañados por la perfidia del agresor, o corrompidos por los españoles, lucharon, al igual que en México, al lado de los conquistadores, siguiéndolos en tan equívoco empeño, considerables masas de indios sometidos al mandato irrefutable de esos soberanos locales.

El Inca contó de modo permanente sólo con el poderoso núcleo tribal forjador del Tahuantinsuyo: los clanes gloriosos de los Cuzcos. Estos ayllus, creadores del Imperio Incaico, fueron el alma de la insurrección. Allí, en la estrecha franja ceñida por los ríos Vilcanota y Apurímac, estuvo el baluarte principal de la resistencia. Guerreando contra España, aspiraban a reconstruir el perdido Tahuantinsuyo. Distinta fue la actitud de otros grupos nativos. En efecto, las demás “naciones” autóctonas combatientes intervinieron, aunque con valentía, sólo en una que otra fase de la Reconquista sin aceptar la supremacía de los Cuzcos. Aspiraron a su propia autonomía.

Pese a esa situación, tan adversa, las derrotas ibéricas frente al Inca fueron numerosas. Podrían relievarse las infligidas a Hernando Pizarro en Ollantaytambo y a Gonzalo Pizarro en Chuquillusca; y estas batallas no constituyeron excepción. Manco venció a diversos jefes castellanos en Pillcosuni, Curahuasí, Jauja y Yeñupay. Por años tuvo en jaque a sus enemigos. Pero esto no fue todo.

Para comprender integralmente la magnitud de la Guerra de Reconquista, cabría agregar los sitios largos de Cuzco y Lima y los encuentros ganados por los lugartenientes del Inca. Tal 31 caso de las victorias alcanzadas por Titu Yupanqui, quien, sucesivamente, deshizo cuatro ejércitos conquistadores: los de los Capitanes Diego Pizarro, Gonzalo de Tapia, Cristóbal de Mogrovejo y Alonso de Gaete. De los mílites de esas magníficas expediciones, apenas quedaron vivos unos pocos: acabaron como siervos de Manco Inca. Campaña apoteósica la de Titu Yupanqui que culminó en la fuga de las tropas de Francisco de Godoy, ante las fuerzas incásicas que avanzaban, invencibles, hacia el océano. Fue entonces cuando los cuzqueños cercaron Lima. Otros héroes victoriosos fueron Ylla Tupac y Tisoc Inca, en el centro del Imperio y en el Titicaca, respectivamente.

¡Indios contra indios! Tal fue en realidad, el secreto de la rápida conquista del Tahuantinsuyo; porque las guerras de la penetración castellana eran, esencialmente, sanguinarias campañas de unas confederaciones tribales contra otras. Atroz contienda entre indios. Espantosas guerras civiles que los españoles aprovecharon hábilmente y sin escrúpulos. Anarquía política que los castellanos supieron reforzar a través del atizamiento del espíritu levantisco de numerosos régulos indígenas contra el orden imperial incaico.

Pero la crisis dinástica incaica, al momento de la conquista española, no puede explicarlo todo. Existían factores más profundos. Al caos político indígena se agregaron elementos que no eran fruto de las circunstancias de última hora, sino derivados de la esencia misma del Tahuantinsuyo. Nos referimos a la conformación multitribal del Imperio de los Incas. Como todo Imperio, fue un Estado constituído por diversas “nacionalidades”. Vastos señoríos separados entre sí por lenguas, dioses, costumbres, leyes y tradiciones. Eran federaciones cuyas altivas aristocracias, vencidas poco tiempo atrás por los Incas, apenas si permanecían sujetas por la autoridad imperial. No existía sentimiento nacional. Al ser atacada la organización incaica en su base por los conquistadores, muchos Curacas —ingenuamente— no vacilaron en dar su decidida adhesión a los cristianos, a los cuales, con frecuencia, se vio como portadores de autonomía local.

El Tahuantinsuyo no se hallaba, pues, suficientemente cuzqueñizado al producirse la agresión hispánica. La acción Unificadora del Cuzco había durado demasiado poco; y mucho faltaba aún Para que se formara una línea mínima de conciencia nacional, que comprendiese a todos los pobladores del imperio. Por ello, en algunos casos, el nivel político, todavía poco desarrollado en el Perú pre-hispánico hizo ver a los cristianos, no como conquistadores sino como libertadores. La conquista europea tomó forma de insurrecciones regionales contra el Inca.

Los españoles fueron así penetrando al Imperio. Auxiliaban a uno u otro bando según las conveniencias del momento. Aprovechando el caos, burlando a los jefes indios, minaron toda posibilidad de resistencia organizada. Frente al arrojo de los cuzqueños que se lanzaban sin miedo Contra el acero y el fuego, pudo más la astucia de los peninsulares, quienes eran protegidos por grandes masas de indios aliados. Las energías incaicas se gastaron en la lucha fratricida. Las de Occidente, en cambio, se aplicaron en objetivos muy concretos y perfectamente determinados.

Fue en medio de estas condiciones que se hizo factible el que unos diez mil españoles conquistasen el Perú en un decenio, cayendo dos mil de ellos en la lucha. Verdaderamente, tan reducida cifra de conquistadores llamó siempre la atención porque se había descuidado el estudio de la crisis interna que sufría la sociedad incaica. Y tal vez porque, también, olvidábamos que tal clase de derrumbes se han producido numerosas veces en la historia universal. Al respecto quizás el ejemplo más categórico lo proporcione el formidable Imperio Persa. Abarcaba desde el Danubio hasta el Indo, pero fue destruído por un pequeño número de falanges de Alejandro. Ocurrió así merced a terribles tensiones internas que afrontaba Darío III Codomano; las cuales estallaron ante la presencia del conquistador macedonio. Aunque ejemplo no menos válido lo proporciona la misma España Visigótica que apenas en un par de años fue conquistada desde Gibraltar hasta los Pirineos por sólo trescientos árabes, seguidos de algo más de cinco mil auxiliares bereberes norafricanos. Las luchas internas españolas frustraron una resistencia eficaz. Tanto la aristocracia coma el pueblo estuvieron divididos; en ambos grupos hubo una fracción poderosa a favor de los musulmanes invasores.

Aquí, por igual, se desintegró el Estado Incaico. Los curacas levantados contra Cuzco o contra Quito no midieron la trascendencia de su actitud. Como carecían de una conciencia nacional única, cada aristocracia actuó conforme a lo que creyó conveniente en aquel momento. La Política, —como se ha dicho— no era aun una ciencia muy avanzada entre aquellos nuestros pueblos de totems y de magia y de sagrados señoríos. Pero sí, en cambio, la Política gozaba de plenitud de desarrollo entre los peninsulares, quienes procedían de un mundo ya en plena mentalidad lógica.

Así, mientras el Cuzco, —y con él buena parte del Tahuantinsuyo—, reconoció al principio como intocables dioses a los españoles, otorgándoles el divino nombre de Viracochas, los conquistadores, duchos en los más arteros menesteres de la guerra, mantuvieron falazmente el engaño. Poco, pues, podían hacer indios que aún creían en deidades Viracochas salidas de las aguas, contra españoles venidos de la Europa Renacentista, cuyos ídolos eran el dinero y la inteligencia. Era el enfrentamiento de la franca amoralidad política del Occidente del siglo XVI con un pueblo que aún se enorgullecía del ama llulla”, del “no mentir”.

“El fin justifica los medios”, era un pensamiento que se practicaba con naturalidad en el viejo mundo, aunque no se confesase. Aventureros salidos de esos pueblos europeos fueron los que chocaron contra la sencillez de las colectividades antiguas del Perú. No sólo se enfrentaron, pues, el hierro contra a piedra y el arcabuz a la valentía elemental. Los dos mil quinientos años de evolución histórica que separaban al Tahuantinsuyo de España se reflejaron, por cierto, en ausencia de rueda y alfabeto, de pólvora y acero, de corceles y navíos entre nuestros indios, pero también plasmó tan dilatado lapso de diferenciación cultural en una conciencia política de menor desarrollo. En una mentalidad más llana; menos capaz del complicado juego de intrigo y ardid. Recursos que tanto cuentan en toda invasión.

Por estos motivos, con mayor razón aún, rendimos honores a los guerreros indígenas, especialmente cuzqueños, que cayeron heroicamente en defensa de su patria. A los que supieron morir en los mil combates que jalonan la historia de la Conquista del Perú. Titanes de la talla de Cahuide, negados hasta ahora en las historias oficiales. Héroes que hoy el pueblo peruano empieza a recuperar de un injusto olvido.

(1963).





lunes, 25 de julio de 2011

LA REVOLUCIÓN INDÍGENA DE TÚPAC AMARU II



GENOCIDIO ESPAÑOL EN AMÉRICA, UNA VERDAD DE PUÑO.

La represión española de la gran revolución indígena de Túpac Amaru II en el Perú colonial (1780-1781) dejó un saldo pavoroso de 200.000 víctimas, una historia que pocos conocen.


Un tópico ya muy recurrente en los medios históricos hispánicos es aseverar que los españoles no cometieron genocidio en América, y que la muerte de millones de indígenas durante la Conquista fue debido a otros factores, como las epidemias. O no consideran como genocidio la represión indiscriminada de las rebeliones a lo largo de la colonia, muchas de las cuales fueron de dantescas proporciones en lo que respecta a víctimas ocasionadas, ya que según el criterio hispanista, esto es algo “normal”, tratándose de represión de sublevaciones. Sin embargo, podemos afirmar sin resquicio de duda que si hubo casos puntuales de genocidio, si se entiende por genocidio la exterminación sistemática de grupos humanos de todo tipo (no solo el racial o religioso, como generalmente se cree), incluyendo, por ejemplo, a los habitantes de una aldea o un pueblo. Fuera de los casos más conocidos en la historiografía latinoamericana, mencionamos como ejemplos el genocidio cometido por el conquistador Alonso de Alvarado en los Andes centrales del Perú, el conquistador Francisco de Chávez en Conchucos, el general José Carratalá en el pueblo de Cangallo (este caso ya bajo la época de la emancipación), y un largo etc. Las rebeliones de los indígenas, que empezaron con Manco Inca y continuaron con otras producidas a lo largo de los siglos XVI al XVIII produjeron también un saldo espantoso de víctimas, pues la represión indiscriminada no respetaba a mujeres, niños o ancianos. Pocos fuera del Perú (e incluso dentro) ignoran también el número de hombres andinos (mal llamados “indios”) que murieron en la salvaje represión de la revolución de Túpac Amaru II: los verdugos, esto es, las autoridades españoles, calcularon en unas 120.000 las víctimas, pero como quiera que la versión oficialista tiende a disminuir el número de muertos, cálculos más realistas estiman en 200.000 los peruanos sacrificados por orden y complacencia de Su Majestad Católica, cuyos descendientes aun reinan en la península ibérica, para vergüenza de la humanidad. Si se tiene en cuenta que por entonces, el número de habitantes del territorio que hoy conforma el Perú no pasaba del millón de habitantes, hablamos pues del 10 al 20% de su población; si en alguna nación moderna ocurriera esto, todos concordaríamos en que se trata de un genocidio, pero claro, los hispanistas tratan de tapar el sol con un dedo y quieren lavar el cerebro a las nuevas generaciones afirmando que no hubo genocidio, pues “esa no fue la intención de los españoles”. ¿Habrá que llamarle entonces “genocidio involuntario”? Pero esto ya suena a estupidez. Ahora nos dicen que esa ya es historia pasada, y efectivamente, ya lo es, pero molesta que entre los españoles de ahora se ignore esta historia y se desconozca los descalabros que su administración colonial ocasionó en América, mientras que su gente “docta” traten de negar o minimizar ello, aduciendo supuestas “leyendas negras” o incluso afirmen que hicieron una labor “grandiosa e incomparable” en América. ¿Algún español promedio conoce acaso quién fue José Gabriel Condorcanqui, conocido como Túpac Amaru? Cuando hacia ya casi una década visitó el Perú el presidente del gobierno español José María Aznar y fue recibido en el Salón Dorado del Palacio de Gobierno del Perú, los periodistas españoles ignoraban a quien pertenecía el retrato ensombrerado que reluce al fondo dicho salón; se cuenta que quedaron impresionados al saber que representaba a “cierto” caudillo peruano ajusticiado por los españoles durante la colonia. Se limitaron a comentar que en aquellos tiempos, nadie imaginaba que algún día España y el Perú se entenderían de igual a igual como naciones soberanas; pero, bueno está todo ello como anécdota, pero el fondo del asunto es que, aun tratándose de periodistas, la ignorancia de estos señores era tan grande como el peñón de Gibraltar y ya imaginemos el nivel cultural del resto de sus connacionales, la mayoría de los cuales ni puta idea tendrán sobre la ubicación del Perú o de algún otro país latinoamericano. Y encima quieren que rindamos honores a los descendientes de los genocidas, cada vez que algún miembro de su repugnante nobleza viene de visita a Latinoamérica. No esta demás recordar que esa “ilustre” dinastía borbónica desciende de un “perfecto idiota”, el rey Fernando VII, el mismo imbécil que celebraba los triunfos de los franceses mientras sus súbditos se batían contra los mismos luchando por su independencia. El mismo que mandaba a miles de sus soldados al matadero en que se habían convertido las colonias hispanas durante la Guerra de la Independencia Latinoamericana, sin optar por alguna otra solución que no fuera la desaforada y brutal represión, pues evidentemente su cerebro no daba para más. (Escrito por Alvaro Arditi, 25/07/2011).






A continuación, un artículo del ilustre hustoriador Juan José Vega sobre la gran revolución indígena de Túpac Amaru II.



LA REVOLUCIÓN INDÍGENA DE TÚPAC AMARU II

Por: JUAN JOSÉ VEGA

Por sus ideas y hazañas, José Gabriel Túpac Amaru es quizás el peruano más importante de la historia universal. Por tanto, el personaje del milenio.

Inteligente y audaz, José Gabriel constituía en sí mismo, en su persona, una mezcla vital: unía la autoridad de su sangre de rey inca con la impetuosidad del arriero que fue. Era convincente en el hablar y muy bueno con el lazo y el caballo. Duro con los fuertes y clemente con los pobres. José Gabriel fue a la vez astuto y decidido. Todo preveía y nada temió. Desde Tungasuca, una aldea casi inhallable en los mapas andinos, desafió al Imperio más extenso del orbe, aquel en cuyos inmensos dominios «no se ponía el sol». Peleó hasta el final y, tal como se acostumbra decir, murió en su ley.

Amparó sus avanzadas concepciones sociales con un coraje a toda prueba. Con él –además--empieza la búsqueda de nuestra unidad nacional, sobre un país atrozmente dividido y una sociedad estratificada en castas y razas. Con su acción remeció América. Ciento veinte mil muertos dejó la epopeya andina que protagonizó, y fueron sus enemigos quienes reconocieron esta cifra. Luchando con bravura, los héroes tupacamaristas cayeron gallardamente en los choques bélicos o en el cadalso. Y en las masacres.

Era varón de mucho temple. Así lo reconocieron hasta sus rivales. Preso, no desplegó los labios, aunque se le aplicase inauditos tormentos, «en lo que se le ha reconocido un valor bárbaro que admira». Poco antes del suplicio había expresado, con orgullo, a uno de sus custodios: «No diré a nadie la verdad, aunque me saquen la carne a pedazos»; y cumplió con semejante reto.

En la prisión, conociendo que la rebelión continuaba extendiéndose, trató de fugar. Quiso ponerse otra vez al frente del movimiento al saber que columnas insurgentes marcharían sobre el Cuzco. Carente de todo, con su sangre escribió un mensaje sobre un trozo de tela arrancado de sus ropas, pidiendo algunos pesos y una lima. Emociona ver la letra vacilante del héroe: usó la mano izquierda dislocada, pues el otro brazo ya estaba roto.

Pero ese gran peruano era tan recio como hábil. Acusándolo, un español de Livitaca le había rendido el mejor elogio:... «No perdona medio para conseguir sus ideas».

Así era ese Inca a caballo, aquel «Inca rey», de quien unos versos criollos dirían que «sólo trata con rigor/ al europeo tirano/ al patricio fiel, humano/ ampara y hace favores/ sin distinción de colores/ es con todos muy amable», décimas que se guardan en la Biblioteca Nacional de Madrid y que prueban la humanidad del gran caudillo andino, su anhelo de un Perú de todas las sangres, con todas las razas. Sin odios ni prejuicios, tan largamente cultivados por los opresores de entonces.

Iba triunfando en el anhelo unitario cuando lo capturaron. Si reparamos en quienes lo siguieron, hallamos campesinos, pastores, arrieros y sacerdotes pobres, pero también fragmentos de toda la sociedad colonial, negros incluso, respondiendo a sus llamados a los «paisanos de todos los colores». En su afán integrador, insistía a través de sus proclamas en llamar a filas a «mis amados criollos, indios, mestizos y zambos». Generalizando, decía «paisanos». Acogiéndose al empeño de cohesión interna lo respaldaron multitudes, pero también calificados segmentos de otros sectores, que bien pueden ser representados ante la posteridad por el criollo Felipe Bermúdez, asesor que murió al pie de un cañón, y el capitán afroperuano Antonio Oblitas, ahorcado junto al gran prócer.

Desde tierras cuzqueñas, atacó tres virreinatos: Perú, Río de la Plata y Nueva Granada, las fuerzas que movilizó combatieron sobre el suelo de siete repúblicas actuales. Perú y Bolivia, señaladamente; pero también en Argentina, Colombia, Venezuela, Panamá y Ecuador. Y se conspiró en otras tantas tierras más. Se alzó de la nada, con setenta y cinco fusiles anticuados, reciente botín de un golpe de mano. Al final, contra él, se tuvo que levar ejércitos más numerosos que los que España lanzaría más tarde contra San Martín y Bolívar. Principalmente el que comandaba el mariscal Joseph del Valle, de diecisiete mil soldados.

No menos de cien batallas y combates se libraron «a lo largo de quinientas leguas» en pos de la libertad, tanto en lucha a campo abierto como tomando ciudades. Tal vez el más remarcable de aquellos encuentros sea el de Cerro Puquinacancari, porque, como en las gestas de Sagunto o Masada de los fastos universales, los sobrevivientes optaron por el suicidio antes que caer prisioneros; hasta las mujeres se arrojaron a los abismos con sus hijos.

Casi venció nuestro Túpac Amaru, capitaneando América. Fue tal epopeya, el más vasto movimiento anticolonial del continente. Y tal vez el primero en lo que se llamó hasta hace poco el Tercer Mundo. Eran esos finales del siglo XVIII los de una Europa que aún extendía a cañonazos sus fronteras coloniales por todos los mares. Nuestro adalid hizo andar al revés el reloj de la Historia, iniciando un ciclo que luego se generalizaría cien años más tarde. Fue así un adelantado.

Todos sus seguidores lo trataron como Rey. Él quiso, a través de la aristocracia incásica, restaurar la preeminencia del Perú en América, lo cual repercutiría en los proyectos iniciales de Manuel Belgrano y hasta de Francisco de Miranda, bien iniciado el proceso libertario continental, y procuró ampliar los linderos del Imperio de los Incas. Basta ver los títulos con que cimentó el título de su coronación.

Consiguió tantos avances porque conocía la greda y la gleba del Perú y en cierta medida de América. Conocimiento directo. Porque era un autodidacta. Fue desde su cabalgadura que todo lo aprendió. Poseía una sabiduría reciente, que superó a todos los doctores de San Marcos, juntos. Pero con su mentalidad abierta, alternaba igualmente, en los altos caminos, con personajes como Ignacio de Castro, el mayor sabio de la época, y con arrieros llegados de todos los horizontes a las frecuentes ferias surandinas.

Mas no se trató solamente de, lograr una Independencia, monárquica y neoínca para el caso. Buscaba justicia social, pues bregó sin tregua contra la servidumbre de los indios y la esclavitud de los negros, lo hizo hasta dar su sangre y la de los suyos. Peleó asimismo por la libertad de pensamiento y contra la ignorancia, en anhelo de patria única que hasta ahora el Perú aguarda. Gozó, por estas razones, y «con semblante sereno», de la adhesión de miles y miles que por él murieron, proclamando en los combates o ante los verdugos a su «Padre, Rey y Redentor». En cinco idiomas. Y fue gracias a tal fe que el mito del Inca Rey (Incarrí) perdura hasta ahora. En realidad, se comportaba como un «monarca libertador».

Pero no sólo fue América. La sublevación de Túpac Amaru tuvo eco en España, Portugal, Italia, Inglaterra y hasta en Polonia. Lo más remarcable de estas repercusiones europeas es lo sucedido en la Corte de Londres, capital que por entonces manejaba los asuntos del mudo: En Italia, un exiliado peruano, Juan Pablo Viscardo y Guzmán, que alcanzaría mucho después la fama, se presentó al consulado británico en Livorno para proponer el envío de una flota a fin de respaldar al Inca. Fracasó el intento, a pesar de que los planes expuestos avanzaron un tanto; sin embargo, la celebridad le llegaría a Viscardo años más tarde, cuando en su famosa Carta asentó la partida de nacimiento de la Independencia de América toda, inspirándose tal vez en el Bando de la Coronación de Túpac Amaru en Chuquibambilla; mensaje emancipador que se reproduciría en varios lados del continente; esto ya al impulso de Francisco de Miranda, en la época inicial de Simón Bolívar; que conocía de qué modo los comuneros de El Socorro, su tierra, habían vivado al «Rey Tupa Amaru» y combatido por él. Finalmente, en España, Manuel Godoy, Príncipe de la Paz y Primer Ministro de Carlos IV, se habría de referir agudamente al caudillo andino.

Se trata, pues, del peruano más importante en la historia universal. Es de aquellos hombres que puede ser admirado por el pueblo de cualquier país del planeta, inclusive el español. Es por tal razón que se ha escrito un centenar de obras en torno a la gesta andina que protagonizó, así como miles de artículos y ensayos y docenas de poemas. Federico García filmó una película, que ha sido la más vista en el país (plebiscito indirecto). Numerosos pintores y escultores del país y algunos del extranjero han tratado de rescatar su rostro, perdido en las tinieblas (Núñez Ureta, Etna Velarde, Bravo, entre ellos). Innumerables organizaciones populares llevan su nombre como emblema. De frontera a frontera.

Inspirados en el credo de nuestro indio epónimo, numerosos americanos, sobre todo los del Perú, hemos enaltecido al prócer, aunque desde distintas perspectivas, llegándose como ocurre con Cristo mismo a diversidad de postulados, algunas veces opuestos unos a otros. De tal suerte que, si en poesía podemos preguntarnos cuál verso glorificando a Túpac Amaru es el mejor (¿el de Romualdo, el de Scorza, el de Arguedas, el de Valcárcel?), la misma disparidad contemplamos en las páginas que tratan de interpretar su pensamiento. Tomando solamente a los ciudadanos que el voto popular consagró para la primera magistratura recordaremos a Víctor Raúl Haya de la Torre, precursor de estudios tupacamaristas en el Berlín de 1924; y a quien le arrebataron el triunfo presidencial en 1931. A Fernando Belaunde Terry, desde sus discursos magistrales en el Cuzco de 1956. Y a Luis A. Eguiguren, fecundo investigador y editor de documentos del Inca Rey; patricio que fuera elegido abrumadoramente para la Presidencia de la República en las anuladas elecciones de 1936; y es su caso muy significativo por haber sido este intelectual tupacamarista el único que sucesivamente y con dignidad ostentó la presidencia de los otros dos Poderes del Estado, pues lo fue del Congreso Constituyente de 1931 y más tarde de la Corte Suprema. Aunque también es justo mencionar acá a Juan Velasco Alvarado y a Francisco Morales Bermúdez, Generales que hicieron del caudillo indio el símbolo de sus gobiernos (1968 1980); de distinto signo, sin embargo.

Existen, sin embargo, elementos de juicio más valiosos. Túpac Amaru enlaza el pasado milenario del Perú con los tiempos actuales. Aunque dispersadas las cenizas de su cuerpo entre los cerros que bordean el Cuzco, está allí, como contemplando el futuro, pues su mirada visionaria nos llega. Sencillamente porque varias de las metas que soñó, entre ellas la justicia social, aún constituyen para nosotros un objetivo. Es hombre de todas las épocas, y así, en la que le fue propia, lo apoyó gente de los más diversos estadios históricos en este poliedro que es nuestro Perú.

Los selvícolas del Inambari, desde sus colectividades primitivas; los quechuas y aimaras de los ayllus enclavados en el autocratismo andino milenario; los esclavos negros igualmente un rezago universal de otras eras; los siervos de las haciendas medioevales; y los criollos y mestizos de las sociedades urbanas paleo capitalistas de aquellos años. Pero nosotros, desde nuestra perspectiva actual, le otorgamos también fervoroso respaldo. Como se lo habríamos brindado en los hechos de haber vivido en su tiempo.

(Publicado en el diario La República de Lima, Perú – 1999).