martes, 11 de septiembre de 2012

NO A LA IMPUNIDAD


Por Juan José Vega

“Perú, país sin crimen ni castigo”, acostumbraba a decir Jorge Basadre, parafraseando a Fedor Dostoyewsky y su más célebre novela. Sin crimen, claro, porque una blanda sociedad todo lo disimulaba y fingía entenderlo; y sin castigo, porque nuestro país era el reino de la impunidad, a causa de una mezcla de indiferencia y de pasividad.

Contra esta concepción nada pudo la herencia incaica, en la cual se condenaba a quienes atentasen contra el patrimonio estatal, a ser colgados de un pie hasta que muriesen, entre convulsiones, de hambre y de sed, entre humazos de ají. Además de nada han servido unos pocos intentos moralizadores. Ni la energía revolucionaria de Simón Bolívar, imponiendo pena de muerte para quienes robasen de diez pesos para arriba, ni el ímpetu reaccionario, pero honesto, de Felipe Santiago Salaverry, restableciendo la pena capital para el mismo delito. Y menos el anhelo de Túpac Amaru con sus "leyes fuertes". Tampoco la integridad moral de varios mandatarios que jamás tocaron un centavo ajeno. Ni del Fisco ni de nadie.

Uno de los más cultos europeos venidos al Perú durante el siglo pasado, el alemán Ernst Gerstaecker, en 1864 afirmaba sin tapujos que, desgraciadamente, "es casi imposible descubrir en este país una combinación, pues todo está tan firmemente coludido y tan intrincadamente, que nadie se atreve a golpear en las podridas vigas, por temor de hacer caer todo el edificio sobre su cabeza".

Magnifica metáfora. Pero también hubo testimonios de acá.

Cierto Gran Mariscal del Perú, de cuyo nombre no queremos acordarnos, dijo casi lo mismo respecto al presidente General Agustín Gamarra, sosteniendo que éste (cuya historia está por escribirse) montó una verdadera organización de pillaje del Erario Nacional. Para este "descarado saqueo" —decía— ha sido necesario que se combinen en una compañía de malhechores las mayorías legislativas, el Consejo de Ministros, el Presidente del Tribunal de Cuentas, el fiscal y en fin todos los de las prefecturas.

Precisamente, sobre un período similar escribió el coronel Juan Espinoza, héroe de Maipú, Chacabuco, Junín y Ayacucho, que el Perú había caído en el abatimiento, "hasta el extremo que los bandidos, condenados por los tribunales a presidio y a la pena capital lo gobiernen, lo manden, dirijan sus elecciones y hasta lo proclamen en lenguaje soez"; tal anotó en su olvidado "Diccionario para el pueblo".

Amadeus Frezier, uno de los más sagaces franceses que visitaron el Perú durante el siglo XVIII, decía: "no hay país donde la justicia sea menos severa" (II, 438).

Y es verdad
 El mal, pues, es antiguo, como decíamos; y cabe subrayar que esa tolerancia daña al conjunto social; "justificar a los malos es castigar a los buenos" reza un adagio jurídico de los tiempos del Cid Campeador.

Felipe Bauzá, un español que nos visitó a mediados del siglo XVIII, decía de los criollos "que son complacientes en extremo y desde que se hace público un delito todos conspiran a ocultar al reo, a disculparlo y hasta a empeñarse en su defensa".

Todo se soportaba únicamente a cambio de que hayan cuidado las formas.

Las formas, sí. Porque los criollos somos puntillosos en eso. Y hemos dado plena vida a una frase siniestra: "Dios perdona el pecado, pero no el escándalo". Contra todo esto hay que luchar.

Además, las leyes pueden ser amarradas, legalmente. "Ustedes redacten nomás la ley y a mí déjenme el reglamento", ordenaba un viejo líder parlamentario ante una medida contraria al grupo. El Reglamento del Congreso, por ejemplo, hace muy lentos los antejuicios. Los plazos para tramitar las denuncias constitucionales contra las altas autoridades públicas, establecidos en el referido Reglamento, están desfasados con respecto a la celeridad procesal de las nuevas leyes anticorrupción.

Ya el poeta Caviedes en la Lima del siglo XVII se había referido en verso a ese tipo de norma jurídica: "más torcida que una ley/cuando no quieren que sirva".

Pero no se puede ir contra la ley en un gobierno democrático aunque sea para perseguir la depravación. Este debe ser el dilema que va resolviendo Valentin Paniagua, Presidente de la República, en el complicado ajedrez que es el Perú hoy. Además se nos ocurre que quizá sepa que "en el Perú nada se clava; todo se atornilla". "El tiempo y yo valemos dos", decía Napoleón, con todo su poderío.

El más famoso caso de peculado sucedió cuando el terrible escándalo de la Consolidación de la Deuda Interna. Castilla había heredado este problema de otro Presidente, el General J. R. Echenique, a quien derrocó pues durante cuyo mandato se robó cifras muy superiores a un Presupuesto Nacional íntegro. Castilla habría tenido que guardar en chirona a miles de ciudadanos de las clases altas y medias, empezando por el ministro de Guerra (quien acabó fugando a París), todas ellas enriquecidas groseramente en unos pocos años a costa de falsificar documentos y sobornar testigos falsos con objeto de aparecer como acreedores del Estado, por una cifra superior varias veces al monto del Presupuesto Nacional.

Gatos despenseros
 Tan monumental ratería era provocada por los fabulosos ingresos del guano y el hecho de que —como recientemente— "los gatos hicieran de despenseros"; vale decir que quienes tenían como deber velar por la riqueza fiscal eran quienes delinquían. El Perú perdió esa vez su gran opción de modernizarse y quizá transformarse en un país capitalista. Pero esta ya es otra historia.

La tolerancia
 La verdad fue que nuestro Ramón Castilla deseaba, de buena fe, crear una clase capitalista en el país, al estilo de las europeas. Pero si era bueno con el sable, no lo era tanto con la Economía; al parecer desconocía que la burguesía no se forja así, sino trabajando todo el día. Sobre Castilla, que, como todos sabemos, "murió pobre", apuntó lo siguiente un conservador modernizado, José Gálvez, nieto del héroe: "como buen criollo tenía interés en que no hubiera verdadera sanción y no le gustaba extremar las cosas".

En fin, las "medias tintas" han causado harto daño cívico al país, tal como lo recuerda, varias veces, Jorge Basadre.

Por eso, casi todos los gobiernos han sido permisivos ante el delito fiscal. Haya de la Torre señalaba en 1924, quizás con alguna exageración, que el noventicinco por ciento de las fortunas aquí habían sido amasadas con el saqueo del Estado; aunque se debe mirar a que parece que él se refería también a los tiempos coloniales.

Los de uniforme
Gente honesta de uniforme la hubo siempre; ahora también. Una breve reseña histórica en orden cronológico tendría que incluir al olvidado prócer de la Independencia, el primer Mariscal del Perú, Toribio de Luzuriaga, verdadero héroe de la libertad de América, quien terminaría suicidándose en la miseria y el exilio. Al Mariscal Domingo Nieto, que salvó el honor del Perú batiéndose a lanza con el hercúleo Camacaro, durante la guerra con Colombia, dejó como toda herencia su caballo de guerra. A Ramón Castilla. Al coronel Narciso Aréstegui, creador de la novela indigenista. Al coronel Juan Bustamante, asesinado por asfixia, por defender a los indios en Puno. Al Mariscal Andrés A. Cáceres, que perdió casi todas sus propiedades cuando la resistencia en La Breña. Por supuesto a Grau y Bolognesi, que trabajaron por su cuenta como capitán mercante uno y como explorador cascarillero el otro, cuando se distanciaron de sus instituciones. A Leoncio Prado, Alfonso Ugarte e Isaac Recavarren, que incluso aportaron de su peculio durante la guerra con Chile. Al mayor Teodomiro Gutiérrez Cuevas, desaparecido al finalizar una de las rebeliones puneñas, a cuya cabeza se colocó adoptando el nombre de Rumimaqui. Al Comandante Gustavo "Zorro" Jiménez, que resistió la expulsión del Ejército por Leguía, trabajando como camionero, y luego se sublevó contra la tiranía de Sánchez Cerro; acabó metiéndose un tiro antes que rendirse. Al comandante Julio Guerrero, incorporado al Estado Mayor Alemán por Luddendorf, y luego autor de una veintena de libros, en varios idiomas; que falleció en la pobreza. Al General Antonio Rodríguez, quien intentó librar al Perú del fascismo del Mariscal Benavides y murió en el empeño, ya en Palacio. Al Capitán José Abelardo Quiñones, símbolo máximo de la aviación. Al Coronel Arturo Hernández, autor de "Sangama" y fogoso líder descentralista. Al General César Pando Egúsquiza. Al General Carlos Giral. Al General José del Carmen Marín, fundador del CAEM y hombre de pensamiento moderno. Todos ellos y otros más son emblema de miles de oficiales de hoy que rechazan tajantemente la corrupción. Son también los vejados por los delincuentes con uniforme de hoy.


(Publicado originalmente en el diario “La República”, p. 25. Lima, Perú, domingo 14 de enero del 2001).

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